Acaba de fallecer el Papa emérito Benedicto XVI.
Personalmente y, desde que tengo conciencia, y si sobre ello puede o debe haber preferencias o no, ha sido con el que más he conectado. De eso ya hablé en otro artículo.
No soy un cristiano de costumbres, ni de práctica, lo soy de fe.
Un cristiano liberal que no se atañe, estrictamente, a las normas de la Iglesia pero que considera su teología la base y la raíz necesaria para una sociedad serena y templada.
Creo en los principios fundamentales del cristianismo como forma de ordenar la vida de los individuos, y la ingeniería social actual me parece una perversión disruptiva de la humanidad, un transhumanismo, metafóricamente, diabólico.
En una sociedad cristiana, pero abierta, caben, o deberían caber, todos los hombres y mujeres de cualquier etnia, condición social u orientación sexual. Eso sí, desde la moderación y desde un trabajo continuo sobre uno mismo vinculado a integrar cuerpo y espíritu.
Lo que está sucediendo en Europa, y ante lo que Benedicto XVI era crítico, es un proceso de desintegración y decadencia aparentemente revestido de modernidad y libertad.
No sólo la familia está siendo atacada sino todo tipo de instituciones conectadas con la tradición.
En base a un igualitarismo ramplón, donde ni siquiera el mérito contará, se pretende deshacer toda conexión comunitaria entre las personas.
La cuestión es convertir a cada individuo en un átomo perdido y reivindicante, un ser frágil e histérico, narciso y con la autoestima rota, necesitado de una proyección social idílica de su ser al tiempo que permanece en el vacío más absoluto, lo cual le condena, desde una perspectiva psicológica, al trastorno mental.
El no arraigo con la propia historia, con la nación, con los ancestros, con el colectivo de pertenencia, llevan a la culpa, a la indeterminación y a la inseguridad.
Es por ello necesario volver a reivindicar el concepto de “aristocracia del espíritu” así como cierto elitismo, que no clasismo, de aquellos que luchan continuamente, sea cual sea su origen, incluso arriesgan en muchos terrenos, para evolucionar como personas en todos los sentidos. Y todo ello con la intención de ser más cultos, compasivos, prósperos, armónicos en las formas y costumbres, y para tener en todo momento conciencia de aquello que diferencia lo noble de lo vulgar.
Si se refuerza la conexión con la historia personal y colectiva de pertenencia, sin considerarla mejor o peor que otras, sino respetándola y continuando con lo que los ancestros construyeron, sean estos los de tu familia, de tu comunidad o de tu civilización, emerge una fuerza interior que da sentido a la propia vida.
Añadir la fe en algo que nos trasciende, sea Dios o una concepción de la existencia que va más allá de la muerte física, nos puede ayudar a tener la fuerza necesaria para seguir firmes ante todos aquellos, muy poderosos hoy en día, que están al servicio de la demolición de todo lo sagrado, se encuentre donde se encuentre.
Colectivamente aún no se puede hacer nada, personalmente uno puede volverse firme y directo en sus objetivos, y permanecer en ellos, sin hacer caso a moda alguna ni a tendencia ideológica efímera y destructiva.
La verdad, como decía Benedicto XVI, es mucho más fuerte y, sin duda, acabará prevaleciendo.
Damián Ruiz
Barcelona, 2 de Enero, 2023
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