Conciencia y cambio

Damián Ruiz

 

En la vida las personas pasamos por circunstancias de toda índole, positivas, negativas, o neutras desde el punto de vista de las rutinas cotidianas. Muchas veces esos factores que aparecen repentinamente o, que se han ido larvando de forma progresiva, se traducen en manifestaciones de ansiedad, miedo, culpa, en algunos casos en una fuerte angustia.

Pero la vida, tal como yo la entiendo, está llena de lecciones ante las que podemos huir o bien integrar. Si somos capaces de hacer una lectura simbólica de lo que acontece podemos entender que, en el fondo, si lo aceptamos, puede ser motivo de crecimiento o evolución personal.

Es por eso que, el cambio en psicología, el tratamiento, no puede limitarse a los síntomas sino que debe haber una reestructuración en profundidad, especialmente si dicha sintomatología lleva años persistiendo.

Abandonarse, tirar de fatuo positivismo o tratar, sea como sea, de amortiguar las manifestaciones emocionales o corporales del dolor psíquico es una forma de no abordar el problema, incluso de retrasarlo y que, con el tiempo, se vaya agrandando.

 

La conciencia implica ser capaces de entender qué nos pasa, por qué nos pasa y qué podemos hacer para resolverlo.

La conciencia también sirve para empatizar con “el otro”, con los otros, cuando sufren. Y si desarrollamos esta capacidad, de algún modo, también tendremos más recursos y más vínculos sociales y emocionales en caso de que los afectados seamos nosotros mismos.

Escribo esto porque, en la sociedad que vivimos, -donde la mayoría de personas están preocupadas y, donde por error, acabamos considerando que si se tiene un problema sólo afecta a esa persona-, y donde el ego, ese maldito factor sobredimensionado, puede llevar al aislamiento, a la angustia o a depresión. Hay mucha gente sufriendo en soledad.

 

Quiero ilustrar esto que explico con una serie de situaciones que viví personalmente cuando en mi juventud trabajé para un servicio de asistencia psicosocial vinculado a la Generalitat de Catalunya. Son hechos especialmente duros pero reales.

Seré breve: Una anciana que vivía sola afectada de una grave enfermedad que la tenía postrada en cama todo el día y que solo recibía la visita dos horas por la tarde de una auxiliar social, nadie más. Un anciano en sus últimos minutos de vida, -también vivía solo-. Su hija y marido, no recuerdo ahora si el hijo era ella o él, me pidieron que me quedase con el padre porque ellos perdían el avión que les llevaba a su destino de vacaciones, y así fue. Me esperé hasta que llegó un médico, y el hombre murió.

El joven adolescente que vivía con sus abuelos y que llamó, sobre las 4 de la madrugada, por una situación física y psicológica de los ancianos que no sabía gestionar, llegaron los médicos de urgencia y ante el espanto del chico, le dije que me acompañara a una farmacia de guardia a la que tenía que acudir en busca de medicación y, mientras yo conducía cayó desmayado sobre mi hombro. El motivo era porque llevaba más de veinticuatro horas sin comer, no tenían dinero para comida. Postergué la búsqueda de medicina y le llevé al bar de una estación de tren para que “desayunara”.

 

Narro todo esto porque, más allá de que uno sea optimista por naturaleza, todas esas vivencias, que experimenté alrededor de mis veinticinco años de edad, marcaron mucho mi visión de la existencia.

 

Hay mucho dolor que no se manifiesta y que ignoramos, a veces de manera más que considerable.

Ese dolor se amaga también por parte de aquellos que lo padecen.

La mayoría de las personas guardan bajo falsas apariencias aquello que les preocupa, a veces que les tiene sin dormir, medicados, con niveles de ansiedad alta y autoestima muy baja, con una enorme tristeza o depresión.

Y la cuestión en la que quiero incidir es esta: ese problema no es solo suyo, es, en último término de todos, de toda la sociedad, de todo aquello que nos rodea.

Una persona no es peor, menos válida, capaz o inteligente, sino que tiene unas circunstancias caracteriológicas, económicas, familiares o sociales que la han llevado a ese problema.

Por eso, más allá de acudir a psicólogos y psiquiatras, es fundamental que la persona cuente, comparta, hable, exprese, y si su círculo más cercano no la entiende, debe buscar hasta que dé con personas que sufren como ella, siempre hay alguien dispuesto a escuchar y a compartir.

En un mundo en el que predomina el narcisismo, el egocentrismo y la ambición desmedida de unos cuantos, el dolor psíquico, el “aparente” fracaso social, emocional o económico, se vive como una tremenda derrota individual cuando no es más que un factor que sufren personas en concreto pero que nos afecta a todos.

 

Sin ir más lejos, hoy mismo, en el camino que lleva, desde que aparco mi moto hasta que entro en la biblioteca en la que escribo esto, he visto dos jóvenes mirando en las papeleras y en los contenedores de basura. Uno trataba de guardar las apariencias, cabizbajo, vestido con cierta decencia, el otro, más destruido, deambulaba con ropas raídas, pelo largo y descuidado. ¿Ellos se lo buscan? No. Nadie puede desarrollarse sin un mínimo de sostenimiento económico, sin referentes adultos que les acompañen, sin círculo familiar o social de apoyo.

 

Pero no hay que ir tan lejos, quizás algunas de las personas que leen este artículo se sienten solas, tristes, sin dinero… Insisto hay que abrirse y explicarlo. Es una necesidad manifestar cómo se está, cómo uno se siente, y hacerlo sin miedo, sin culpa, sin vergüenza.

 

Llevo muchos años ejerciendo como psicólogo, me formé como analista junguiano, -aunque mis intervenciones no son siempre psicoanalíticas, sólo cuando se me solicita como tal-, y lo hice porque Carl Gustav Jung era el único psicoanalista que tenía una visión trascendental de la existencia humana, el único que consideraba que nuestra vida tenía sentido y que, más allá de las circunstancias materiales que nos tocaran vivir, había aspectos arquetipales, en cada uno de nosotros, que trascendían, dichas circunstancias.

Eso unido a un profundo sentimiento cristiano, muy poco expresado ante los demás. Un cristianismo de fe, no de código estricto de conducta, -me molesta la estúpida moralina-,  y liberal. – Siempre me ha sorprendido esa obsesión que tienen los creyentes más  conservadores por uno sólo de los siete pecados capitales: la lujuria, y el poco hincapié que hacen en otros como la gula, la avaricia o la soberbia, que parecen no existir-. Y liberal porque yo no soy nadie, ni como persona ni como terapeuta, para juzgar a nadie, no es mi función. Sino la de ayudar a que su alma viva en el sosiego, en cierta felicidad y paz de espíritu y que evolucione en un sentido elevado desde el punto de vista existencial.

 

Toda transformación pasa, en primer lugar, por la toma de conciencia y posteriormente por empezar a realizar los cambios necesarios, ya sea para mejorar la vida o para superar un conflicto o trastorno psíquico. A veces los cambios pueden ser evolutivos, otros requieren cierta disrupción pero, en todo caso, existe un equilibrio intrínseco en todo ser humano que es la base que se debe aspirar encontrar. Ese equilibrio es personal aunque contenga elementos comunes a todos los individuos.

 

Para finalizar, si uno cree en la existencia del alma, en una divinidad que puede manifestarse como posibilidad en cada uno de nosotros, en fuerzas espirituales superiores, en un inconsciente que posee mucha más información de la que podemos procesar y que, normalmente, guía nuestra vida, y en que existe un destino, no escrito a hierro, pero que armoniza con lo más profundo de nuestro ser. Si uno cree en todo esto, la complejidad de la vida se puede llegar a vislumbrar y eso, por tanto, nos puede permitir actuar en consecuencia.

Tomar conciencia para inducir el cambio necesario.

 

Damián Ruiz

Barcelona, 10 de Julio, 2025

www.damianruiz.eu

 

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