Damián Ruiz
La falta de nuevas perspectivas, de horizontes, de apertura hacia lo nuevo, hacia la historia, o hacia el conocimiento en todas sus variedades y especialmente hacia las artes y la literatura van produciendo una cierta rigidez cognitiva con el paso de los años.
Es decir el cerebro se maneja con una información reiterativa o, lo que es peor, con una consumida a través de las redes sociales y de internet que no provee de experiencia propia alguna.
Salir al mundo, independientemente de las condiciones económicas, -yo mismo en mi juventud viajé en autocares, trenes o haciendo autostop y dormí en albergues, hostales, residencias de estudiantes, algunos lugares no especialmente recomendables- es algo a lo que toda persona debería aspirar, pero no por el vacuo ejercicio del turismo de postal que no aporta nada o más bien poco y que apenas sirve más que para fotos de instagram, sino por la experiencia de conocer algo nuevo, lo que incluye costumbres y mentalidades diferentes que pueden aportar una diferente visión de la realidad.
A mí que Barcelona, mi ciudad, siempre me ha parecido encantadora pero pequeña, en el sentido de auténtico cosmopolitismo e innovación, las grandes urbes, por contra, especialmente París y Nueva York, me han resultado altamente estimulantes. Y lo son muy a pesar de uno mismo. No te dejan subsistir si no te esfuerzas o alcanzas cierto grado de excelencia, no son cómodas porque te piden lo mejor de ti si las quieres habitar, de lo contrario te expulsan y no queda más remedio que revisitarlas cuando sea posible.
Es cierto que nunca intenté residir en ellas, entre otras cosas porque cómo me dijo un amigo belga que ejerce como profesor de matemáticas en la capital francesa: “Si vives aquí, París ya no será tu París”, sabia sentencia que coincide con lo escrito por Enric Gonzalez en “Historias de Nueva York”: “Uno ve la ciudad que lleva dentro”.
He leído mucho sobre la Francia, y especialmente el París, del siglo XX, y no puedo evitar que mi imaginario aparezca en toda su dimensión cuando recorro las calles de la vieja ciudad, de esa meca de Occidente, probablemente la capital de nuestra civilización. Percibo todo lo que allí, en la medida de mis conocimientos, fue vivido, experimentado, sentido… y me descubro a mí mismo a través de esos recorridos que, en algunas ocasiones he hecho solo, en otras acompañado de mi esposa o de amigos. Un espíritu entre idealista y romántico, aunque no soy especialmente sentimental, me alimenta y da fuerzas para seguir con mi labor terapéutica y para alentar a los demás a ir descubriéndose a través de las experiencias.
¿Cuánto mejoraríamos en todos los aspectos si amplificáramos nuestro espacio psíquico, si aumentáramos nuestros conocimientos y nuestro nivel de conciencia?
La vida solo tiene sentido si, en una parte importante, es profunda y logramos darle una dirección, y lo dice alguien que puede y sabe disfrutar de lo trivial, siempre y cuando esto ocupe una porción pequeña de la existencia. Pero sin foco, sin trabajo a fondo, normalmente la convertimos en una tontería neurótica que busca constantemente novedades y noticias con las que distraerse, y de ahí tantos problemas de déficit de atención, de ansiedad, de falta de orientación vital y, muchas veces, de depresión.
Recuerdo que en un momento difícil de mi vida, tras el fallecimiento temprano de mi madre, y en el que se acentuó mi espiritualidad y mis creencias religiosas, -soy un liberal poco dogmático en lo moral y escasamente practicante debido, entre otras cosas, a que, en mi opinión, las misas actuales duermen a las ovejas y requerirían un poco más de enervación-, me dio por leer textos místicos y teológicos de cierto calado, entre ellos, como ya he comentado en alguna ocasión, la Suma de Teología de Tomás de Aquino, un tratado de gran profundidad y belleza.
Pues en esos momentos de dolor reconozco que hubo cierto grado de felicidad porque si penetras en algo de tal envergadura y conectas con ello no puedes evitar sentir un profundo sosiego interior que te lleva a sentirte bien.
Nos perdemos, entre tanto ruido, el conocimiento tanto extrovertido, los viajes por ejemplo, como introvertido, aquel que provee la lectura, el cine, las artes, la música…Y, si bien es cierto, que todo ello requiere un esfuerzo, ese es compensado por un mayor grado de tranquilidad y de apertura.
Comentar que en la reciente visita a París acudimos a la exposición de David Hockney, el gran pintor británico nacido en 1937. Fotos de un hombre sonriente en su vejez cuelgan de algunas salas, y sus idolatrados desnudos masculinos de otras épocas dan paso, -la selección de las obras es suya-, a un despliegue de paisajes, de una naturaleza calma y radiante que puede ser interpretada como un proceso de acercamiento sabio a un sentido de la vida desprendido del deseo y armonioso con el pasar del tiempo.
Su vitalidad y una mirada sonriente, pícara y al tiempo llena de consciencia nos indican el progreso vital de alguien que, probablemente, partía de la pulsión de la juventud para acabar reconciliándose con aquello que es esencial.
La vida requiere esfuerzo, a veces mucho, y trabajo, y pasar por todo tipo de circunstancias, pero si uno eleva su mirada, su corazón, si aspira a conectar con el conocimiento, mejor incluso, con la sabiduría, hay algo, recóndito, misterioso, secreto, que te ayuda.
“Fortes fortuna adiuvat”, “ La suerte ayuda a los valientes” o aún mejor “En el momento en que uno se compromete de verdad, la providencia también actúa. Todo lo que puedas hacer o soñar, comiénzalo. La osadía tiene genio, poder y magia”. Johann W. von Goethe.
El sentido de la vida empieza por aprender a concentrarse y evitar las distracciones banales.
Damián Ruiz
Barcelona, 28 de Agosto, 2025