Musicales de Broadway.
Se apagan los focos, todo el teatro está lleno. Fuera, en la calle, las luces de los carteles brillan de un modo desmesurado, permitiendo a los innumerables viandantes sentirse en un ritmo vital frenético, vacío y trivial, pero extraordinariamente acompasado por los otros conciudadanos en una tipo de performance gradual entre el cielo y la tierra. Alegría forzada, acompañada tal vez de drogas legales (fármacos recetados) o ilegales (blandas o duras) que hacen que la soledad sea soportada con más templanza, con menos tristeza.
Dentro comienza a sonar la orquestra, es la obertura de un gran musical reposado, uno de los más conocidos estrenado en diversas ocasiones en esta zona tan conocida de Manhattan, de Nueva York, donde las ilusiones de medio mundo, de clase media hacia arriba, se concentren. El espectáculo, el show, como una de las culminaciones de una vida de cierto éxito, donde esclavizados en el día a día, suspiramos por el gran momento Broadway, objetivo exultante de metas conseguidas o de esfuerzos recompensados.
Y mientras suena la gran melodía principal, el público se prepara para, durante dos horas o un poco más, volver a escuchar, como pequeños niños maravillados, aquellas canciones que salen de un de los grandes clásicos del cine musical; y que por un momento te permiten sentirte protagonista de una historia imposible donde todo es perfecto, excepto el malentendido que enredan la trama y sin el cual, una vez resuelto, sería imposible el final feliz.
¿Representan los musicales clásicos aspectos sombríos del inconsciente que no se pueden manifestar, o no lo han podido hacer, en la vida real? Ternura, ingenuidad, alegría sincera y sencilla, anhelo de una infancia diferente de la vivida quizás en circunstancias duras, de una mare tierna, de unos vínculos no dolorosos manifestados en forma de soluciones armoniosas que hacen que todo el mundo se acabe amando, cantando y bailando. ¿Son estas piezas cursis y empalagosas la calma de niños grandes heridos en un mundo tan individualista, atomizado y competitivo?
Some enchanted evening o It only takes a moment, podrían ser la canción que suena, pero también podría ser cualquier otra, alguna que nos envuelve y, balanceándonos, nos devuelve las caricias que nos faltas. Todos juntos, los espectadores vibramos con unas notas corales, reconocibles, cantables; y de repente hacemos comunidad y todos somos unos; y todos estamos en las mismas condiciones emocionales que cuando, con cuatro años, llegaba la Navidad y nos reuníamos con la familia; y la Navidad era otra cosa, algo incluso fascinante, que el seguit d’irritants reunions amb el que es converteix quan som adults.
El mundo nos retira de los afectos y nos devuelve en forma de productos consumibles. Cada vez más frías, más susceptibles, con los egos más a la defensiva, más luchando por la vida que avanza con todas las cirscunstancias que Occidente proporciona y que, normalmente, se tienen que vivir en solitario, mostrando firmeza ante todo, mateniéndose en pie sin desfallecer…
Pero de vez en cuando, aparece la ilusión oculta, la capacidad de volver a soñar, de ser un niño, para hacer las cosas con gusto, y con un punto de elegancia también, de bailar con aquellos que hace poco estaban enfadados con nosotros, de ser fieles y prometer amor eterno, de formar parejas que hablan y solucionan sus problemas, de tener jadiner cuidados y de estar cerca de los amigos cunado pasan por dificultades y cantar cuando estamos juntos. Todo esto es lo que somos realmente, mucho más tradicionales y conservadores de lo que verdaderamente creemos, pero tan dolidos y decepcionados que revindicamos, porque allá donde hay amor, tiene que haber justicia. Pagamos entradas caras para ver maravillosos musicales simplemente para redescubrirnos y una vez salimos del teatro ponernos la máscara de supervivientes mientas nuestra sombra inconsciente sigue cantando el tema principal.
Damián Ruiz.
Psicólogo (COPC) y Analista junguiano (IAAP)
Barcelona.