Damián Ruiz
“Qué fácil sería todo si género y sexo biológico se pudieran identificar directamente, y una vez hecho esto pudiéramos definirlo todo bajo el parámetro de la orientación heterosexual”
Tiene pene y testículos: es hombre y le gustan las mujeres.
Tiene vagina y senos: es mujer y le gustan los hombres.
Previamente a que las religiones monoteístas (cristianismo, judaismo, islam) unificaran en determinados símbolos los conceptos sagrados -y la humanidad se guiará por unos definidos principios colectivos, entre ellos la dualidad hombre-mujer, vinculando género y sexo biológico, y de exclusiva orientación heterosexual como moralmente válida-, existió una tradición pagana y politeísta, griega y romana, donde los mitos, hombres, dioses y semidioses, representaban una multiciplidad de arquetipos psicológicos.
Dichos arquetipos constituían diversas formas de expresión de lo humano y, en principio, la condición del “ser” no era susceptible de castigo, sí en cambio los actos que podían generar las iras de los dioses, especialmente de Zeus o Júpiter, dios supremo del Olimpo.
El inconsciente colectivo de una gran parte del mundo fue conquistado por las religiones monoteístas, y el paganismo quedó en un lugar subyacente, probablemente latente, en la psique de diferentes culturas, especialmente la cristiana que fue la que vino a sustituir, en un mismo territorio original, a la pléyade de dioses por un único Dios.
En torno a ese único Dios, judíos y cristianos, Antiguo Testamento para los primeros, Antiguo y Nuevo para los segundos, así como el Corán para los musulmanes, se redujeron los arquetipos válidos y por tanto no solo en la psique colectiva, sino también en la individual, toda forma, todo sentir, ajenos a los principios sagrados de dichas religiones.
La naturaleza humana pasó de la multiplicidad visible a la unicidad, y sólo podían existir, excepto en la sombra colectiva e individual (liberada jocosamente en fiestas como el Carnaval) dos naturalezas: hombre y mujer, ambos con los atributos propios de su sexo y orientados en el deseo, exclusivamente, hacia el sexo contrario.
Se consideró la procreación el factor fundamental de la unión de ambos y se castigó severamente cualquier desviación o alejamiento, en conducta o esencia, de dichos arquetipos primigenios.
Se pretendía con esta “severidad” de normas la conciencia y desarrollo de esa naturaleza divina del “hombre”. “Lo superior de la tierra, lo inferior del cielo” como vendría a decir Tomás de Aquino. El símbolo y la unicidad permitirían cierta ascesis y evolución del alma humana, adquiriendo conocimiento del potencial que emanan de la Fe, la Esperanza y el Amor, como recordaría San Pablo en su carta a los Corintios.
Aunque para la gran mayoría no fue más que un código de conducta.
Cristianismo, Judaísmo e Islam fueron enervados por la costumbre, y por las armas, y finalmente se hicieron poderosos en las psiques colectivas, de tal forma que cada individuo se acabó convirtiendo en un “guerrero” al servicio de su religión.
Mientras tanto ¿dónde vivieron las diferentes representaciones de la humanidad? ¿Dónde anidaron Dionisos y Afrodita? ¿Dónde Hefesto y Artemisa? ¿Desaparecieron o esperaron pacientemente su regreso?
En el momento que las psiquis se desprenden, diluyen progresivamente un “todo” cultural o religioso, emerge aquello que se escindió, lo “diabólico” quizás en cuanto que apaga progresivamente los símbolos que fueron todopoderosos en una etapa de la humanidad.
-Es un tiempo de decadencia de la tradición cristiana. Lo que un día, no muy alejado, ungió las psiquis de vigor, hoy está embadurnado de banal sentimentalismo, de culpa por los “pecados” acumulados por una parte, quizás minoritaria, de la Iglesia Católica, y especialmente por la cada vez más escasa influencia en las sociedades occidentales de las que fue constituyente.
El Cristianismo también se ha escindido en multiplicidad de formas y normas, dejando entrar elementos propiamente paganos en algunas de sus nuevas Iglesias-.
Los símbolos que fueron fuertes y predominantes durante siglos están oscureciendo y surge, de nuevo, la multiplicidad.
Se desvela y reaparecen “los dioses, los semidioses y los titanes” y los humanos vuelven a encarnarse en diversidad de formas, arquetipos y orientaciones.
Colectivamente esto, para quien escribe, será cada vez más normal y, por tanto, normativo.
Buscar la patología individual en una realidad social llegará un momento que será una tarea ardua, ingente diría yo.
Habrá que aceptar las diferentes auto configuraciones como válidas, más allá del sufrimiento que les pueda causar, a las primeras generaciones de “diferentes” el hecho de escindirse de un colectivo simbólico y terrenal (cristiano, judío, musulmán) que, aún en sus últimos tiempos, sigue siendo predominante en el inconsciente colectivo de la sociedad.
Cuando escuchemos a un joven, nacido varón (p.ej.) decir que se siente mujer, o que a veces se siente mujer y a veces hombre, o que ha decidido hacer una transformación y transición física, a través de una intervención quirúrgica para cambiar de sexo, pero que aún así, y después de ello le siguen gustando las mujeres, podremos atribuirlo a un trastorno de la personalidad o a una psicosis de base, pero quizás, y probablemente, no sea más que una realidad propia de los nuevos tiempos.
Si nos centramos en el individuo sufriente, sea este como sea, podremos percibir que hay algo en él que le trasciende, que supera su propia psique, y puede que no sea otra cosa que el cambio de paradigma que representa la caída de una civilización, la debilitación de un inconsciente colectivo que permite emerger con fuerza aquello que estaba oculto, también en él o en ella.
No juzgar y ayudar, sin condiciones, a encontrar una cierta paz será la tarea más compleja, puesto que estaremos tentados a urgir la rectificación. Pero son otros tiempos.
El ocaso de lo simbólico permite el resurgir de lo escindido.
Damián Ruiz
Barcelona, 16 de Noviembre, 2021
www.damianruiz.eu