Los abrazos

Empiezo este artículo al ritmo de un tema de Alexandre Desplat (París, 1961), compositor de bandas sonoras de películas. Me gusta acompañarme de la música cuando escribo, a veces pienso que soy un mero transcriptor de notas, e incluso puedo repetir algunos fragmentos hasta que acabo de redactar.

Los abrazos, ese gesto que acompaña nuestras vidas y que, en un porcentaje elevadísimo, están vinculados al afecto, al amor y de forma muy particular y puntual, al deseo.

Aunque en nuestra, cada vez más, histérica sociedad se limita y se prohibe la ternura porque todo lo hemos vinculado al sexo y, por tanto, los abrazos que en otros tiempos, en otras sociedades, eran tan imprescindibles en lo cotidiano, ahora son susceptibles de valoración.

Abrazar solo se debería hacer, en los casos no protocolarios, cuando lo sentimos. Y no siempre lo sentimos, y no podemos querer a todos, por mucho que permanezcan o hayan permanecido en nuestras vidas. Y en cambio alguien nos conmueve, por su dolor, por su esfuerzo, por su generosidad, por su bondad, y algo instintivo y emocional nos lleva a querer abrazarle.

Al rodear el cuerpo de la otra persona, afirmamos, vinculamos, serenamos, abrimos, compartimos, amamos, desde lo más tierno o desde lo más fuerte, y también nos arquetipamos y arquetipamos al otro. Somos por un momento padre-hijo/a, madre-hija/o, hermanos, rey y príncipe, reconocedor y reconocido, cuidador y cuidado, miembro del clan que integra a otro. Al hacer este gesto calmamos el sistema nervioso de ambos, mejoramos nuestro inmunológico (endorfinas) y sentimos que esa unidad atómica en la que nos quieren convertir, unidad de consumo con todos los derechos añadidos, se transforma en persona.

Hay a quien no hemos podido abrazar nunca, no lo sentimos, incluso en alguna ocasión se nos solicita, y aún así… Es un acto tan necesariamente natural que es difícil perturbarlo.

En cambio hacia otros fluye de un modo tan fácil, tan espontáneo, que podríamos permanecer mucho tiempo si no fuera porque genera cierto rubor o porque el fantasma de “lo sexual” empieza a presentarse como temor, infundado por supuesto.

Cuando el miedo no había invadido nuestras costumbres, porque la gente no confundía y sabía distinguir claramente el afecto y la ternura de la atracción, y podías ver por las calles de las ciudades, especialmente del sur de Europa, grupos de amigos cogidos por los hombros, o de amigas con los brazos entrelazados, el abrazo era un gesto muy cotidiano, hasta tal punto que nadie se impacientaba si se alargaba excesivamente. No aparecían las ideas de “¡a ver si pensara que me gusta!”, “¡a ver si es que le gusto!”, o la más neurótica de todas “¿me estará gustando?”.

La espontaneidad prevalecía y los afectos se repartían de modo mucho más relajado.

Hay mucho trayecto del afecto al sexo, y si nos confundimos o nos inhibimos relagaremos el afecto a un plano casi invisible, y todo será “posiblemente” sexo, y nos miraremos con desconfianza. Seremos puramente asépticos y solitarios.

Y nada nos debe llevar a un abrazo no sentido más que el de las palmaditas en la espalda de rigor. Algo que procuro no hacer, a no ser que sea inevitable.

  • Un paréntesis, ¿es necesario chocar los codos para reconocer al otro? Este gesto propio de futbolistas sudados y que se ha extendido durante la pandemia lo considero no menos absurdo que si hubiéramos decidido apretarle el ombligo en espera de un saludo.

En cuanto nos descuidamos bajamos un grado en el proceso de civilización.-

He sentido el llanto inesperado de algunas personas al ser abrazadas y no por ningún suceso grave, sino por la extrema contención y rigidez al que tenían sometido su mundo emocional, y he percibido como ese simple gesto distensiona y alivia.

Pero el abrazo para ser auténtico tiene que estar desprovisto de dudas y, en cambio, lleno de afecto. Y permanecer. La permanencia es lo que permite generar una función sanadora y reconfortante, es una forma de comunicación de nuestros cerebros primitivos y de nuestro sistema límbico, muchas veces no comprensible por la razón pero suficientemente intensa como para que la otra persona sienta un profundo alivio o una fuerte reconexión.

Este es un gesto compartido en el que los participantes, sean dos o un equipo victorioso, lo sienten de manera auténtica, de otro modo no puede ser.

La histeria y la soledad se imponen pero debemos ser más fuertes y capaces de abrazarnos (cuando salgamos de la pandemia y los árbitros de la libertad nos permitan volver a vivir).

Damián Ruiz

Barcelona, 22 de Abril, 2021

www.damianruiz.eu

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