Un caso terapéutico
Hace ya mucho años, cuando era un jóven psicólogo, estaría en la treintena, se puso en contacto conmigo una madre, bastante desesperada en ese momento.
Su hijo, de mi misma edad, permanecía en un estado delirante, viviendo sólo en un apartamento, sin salir a la calle y sin permitir que nadie entrase en él.
La madre se tenía que limitar a llevarle diariamente una bandeja con la comida del día y dejársela en la puerta del piso, llamar al timbre, y cuando él estaba seguro de que ella ya no estaba allí, la recogía.
Si por asomo ella permanecía un instante para tratar de verle y comunicarse con él, éste adoptaba una actitud muy violenta, dando golpes y gritando.
Me pidieron que le llamara por teléfono, aún no existían los móviles. Lo hice y me atendió amablemente de tal manera que me permitió ir a visitarlo. De ninguna manera hubiera querido venir a la que era, por entonces, mi consulta.
El día que fui por primera vez me recibió en calzoncillos y el apartamento estaba lleno, literalmente de basura, todo lo que comía o utilizaba lo tiraba al suelo, desde restos de comida, latas, platos de plástico, todo.
Cogió una silla llena también de suciedad, la inclinó para que cayeran los objetos y restos y me dijo que me sentara.
Y empezamos a hablar.
En ningún momento le hice la mínima referencia al porqué vivía así, en esas condiciones, ni porque estaba semidesnudo ni porque no se comunicaba con sus padres y hermanos, y mucho menos a su estado mental.
Al contrario, entablamos una conversación sobre la vida, desde la máxima normalidad.
- No lo percibí como un enfermo mental, nunca lo hago, y no porque no tuviera un trastorno psíquico o yo tenga una visión demasiado optimista de la posible superación de estos, sino porque como psicólogo prefiero trabajar con las posibilidades de mejora abiertas. –
La conversación la guiaba él, los contenidos delirantes se intercalaban con la “normalidad”, yo a veces intervenía dándole la razón o no estando de acuerdo con él en determinados aspectos. Mi intención es que no se viera tratado con condescendencia sino con respeto y empatía.
Él me hacía preguntas personales o sobre mi profesión, yo le podía preguntar sobre cualquier tema, excepto los referidos a su trastorno, normalizando absolutamente su estado. Cuestiones del tipo “¿has visto esta película?, pues hace unos días fui con mi pareja a tal lugar, he probado un restaurante que te gustaría, etc.”
Jamás le miré como a un enfermo, jamás cuestione su inteligencia, su personalidad, sus deseos, el porqué había llegado a estar así, siempre le traté, honestamente, de igual a igual, como no podía ser de otro modo.
Y las conversaciones continuaron bajo las mismas circunstancias: él en ropa interior y rodeados de basura.
Hasta que un día, sobre las dos de la madrugada, sonó el teléfono de mi casa. Era él y me preguntó: “Damián ¿crees que yo sería un buen monje?” a lo que le respondí: “Por supuesto, creo que tienes las cualidades para serlo”.
Al día siguiente dejó el apartamento, regresó a casa de sus padres, retomó la carrera universitaria que, hacía tiempo había abandonado, y consiguió acabarla.
Años más tarde, lamentablemente, murió de una enfermedad física.
¿Qué ocurrió?
Mi explicación es la siguiente: Entré en su delirio sin cuestionarlo, traté de ir progresivamente conectándolo con la realidad, genere una situación de auténtica empatía y él fue abandonando la escisión psicótica a través de un proceso de reconexión con su ser.
Creamos una buena y confiable alianza terapéutica.
Nunca más volvió a entrar en una situación delirante, ni conductual ni mentalmente.
El sufrimiento es reversible y, ante estructuras frágiles que han sido dañadas, la posibilidad de la escisión psicótica es un hecho. Pero el cuidado del alma, -título de un libro de Thomas Moore-, es esencial para volver a la realidad de la que alguien se ha podido escapar porque ésta se le hacía insoportable.
El diagnóstico a veces es peor que la propia enfermedad porque, en muchas ocasiones, es condenatorio.
Y no se trata de que el psicólogo o el psiquiatra no sepan cual es, al contrario es necesario conocerlo, sino que el pronóstico no esté exclusivamente limitado por las propias limitaciones y creencias del terapeuta. Y todo ello, siempre, desde una posición realista, prudente y sin ningún tipo de inflación del yo.
La cuestión que me quedó pendiente es lo de “ser monje”. Nunca hablamos, o muy poco, de temas espirituales ni religiosos (yo soy creyente) pero alguna pieza encajó y disolvió el delirio.
La psique humana es un misterio que, afortunadamente, también escapa de todo intento por explicarla de forma reduccionista.
Damián Ruiz
Barcelona, 8 de Mayo, 2022
www.damianruiz.eu